Con más frecuencia de lo habitual nos centramos en el “cómo”, en lugar de poner foco en el “por qué” de lo que hacemos. Esto es porque somos criaturas de acción (y no tanto de reflexión).
Hace cientos de miles de años, cuando encontrábamos un árbol lleno de manzanas rojas, brillantes, dulces, en su punto… nos daba un subidón y todo nuestro foco iba al “cómo”:
- Cómo puedo llegar hasta las manzanas más altas del árbol sin partirme la cabeza.
- Cómo puedo coger todas las manzanas y llevármelas a la cueva.
- Cómo puedo evitar que una banda de babuinos enfurecidos me las robe de camino a casa.
Pasaron muchos (muchísimos), antes de que alguien tuviera tiempo (y ganas) de pensar en “por qué” crecían las manzanas de ese árbol. Por qué ocurría en esa época del año; por qué en esa zona concreta.
Y eso llevó, también poco a poco, a pensar en cómo plantar ese árbol cerca de casa y cuidarlo para que diera comida todos los años.
Comida rica, en casa, con la conveniencia de Amazon y a salvo de babuinos, leones y otras tribus rivales.